Ginestra por Txema Alguacil



Septiembre de 1994.
            Faltaban pocos meses para que Kurt Cobain nos dejara huérfanos. Era el primer día de curso. Al acabar las clases de la mañana salíamos a tomar un café en un vaso de plástico y fumar un cigarro al sol. Yo llevaba ya un año en la escuela y formaba parte de un grupo de amigos de esos que se forman con total naturalidad, desde el primer momento que te echas la vista encima. Éramos unos desaliñados y no nos preocupaba mucho el futuro, porque realmente, en aquel momento no nos interesaba para nada el futuro. Éramos como Akira montado en su moto a toda hostia, dejando una estela de luz por las calles.
            Los alumnos de primero salían al patio de la biblioteca de Catalunya buscando algún hueco donde sentarse, sin querer tener contacto visual con nadie. Ninguno de ellos formaba parte aún de ningún clan de perdidos. Nacho era uno de ellos. Lo único que se me ocurrió, para que se acercara a nosotros, fue decirle que se parecía al de Nirvana. Lo encajó bien, entendió que era una forma de romper el hielo y a partir de ahí, empezamos a hablar de Bukowski y de música sobre todo. La música y el arte era lo único que nos interesaba a parte del diseño. Todos habíamos coincidido mágicamente en ese momento y en ese lugar por esa razón. Esa era nuestra forma de querer estar en el mundo y la única en la que queríamos permanecer siempre en él.
            En ese primer día Nacho nos contó que tenía un grupo. Se llamaba Valium. Recuerdo que el nombré me sonó genial. —“Toco la guitarra”, nos dijo. —“Pero la toco como se ha de tocar… con un pitillo en la boca, sin toser, aguantando el tipo la canción entera”. El cabrón se transformó para nosotros en el puto Kurt Cobain allí delante nuestro. Se puso a hacer como qué tocaba la guitarra eléctrica, con una pose triste y natural, con el cigarro humeando en la boca. Mientras le mirábamos nos partíamos de risa. Aquel fue Nacho. Teníamos dieciocho años y creíamos ingenuamente que el mundo se reducía a nuestro grupo de amigos. Hasta el día que te ves enganchado en un tren que no para y que la cosa es más complicada de lo que eras capaz de percibir.
            Compartimos muchas cosas durante años, sobre todo trabajo y noches sin dormir en El sindicato. Un día estábamos preparando una presentación para Telefónica. Era aquella época en la que las presentaciones se hacían en cartones pluma blancos, donde pegábamos la creatividad o lo que fuese que tuviéramos que pegar allí. La cuestión es que preparando aquella presentación Nacho se pegó un corte con el cutter que se llevó medio dedo por delante. Aún recuerdo su cara completamente pálida y a Uri pidiendo hielo para llevarnos el trozo de dedo al hospital, como en las películas cuando transportan un órgano metido en una nevera. Así éramos. Es difícil pensar en todo aquello y no sentir un pellizco de alegría en el alma. Ha tenido que faltar uno de los nuestros para darnos cuenta que todo es breve.


“Me imagino el más allá como aquella canción de Triana que escuchábamos en loop y que acabaste utilizando para una publi”

En los últimos cinco o seis años no teníamos mucho contacto, pero notábamos nuestra presencia siempre. Y ahora tengo la seguridad de que nos encontraremos por ahí, por el más allá, que seguro que mola muchísimo y me lo imagino como aquella canción de Triana que escuchábamos en loop en Pintor Fortuny y que acabaste utilizando para una publi. Te he de confesar que ahora me cuesta mucho escucharla, se me hace un nudo en la garganta.
            Por cierto, cuando nos veamos me encantaría que me presentaras al de Nirvana. Seguro que el muy idiota no aguanta ni media canción tocando la guitarra con el pitillo en la boca.

Nacho Ginestra — 18.02.23